Retratos de Inmaculada Cuesta
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José Jiménez Lozano ante algunos de los retratos MAQ |
Es ya casi un tópico
consentido y asentado que el retrato en la pintura comienza a manifestarse entre finales
de la edad media y el XVII y tiene sus grandes logros en este tiempo aunque,
como ocurre siempre en estos asuntos, se trata de aserciones muy relativas y de
consideraciones pedagógicas para el estudio y comprensión de las cosas y su estudio en este ámbito del arte y de la historia, pero, en cuanto a
manifestación del yo, nadie diría que los conmovedores retratos funerarios de El Fayun, de los
siglos II-III de nuestra era no muestran un yo absolutamente personalizado de
los que nos falta solamente el nombre para hablar de ellos y con ellos como
individuos. Pero, como argumenta, yendo a la raíz de las cosas Enrique Andrés cuando
habla de este asunto, “antes de responder a la papanatoide >,
no se explica sin una cultura para la que , es
decir, que las personas (para decirlo en sus términos cristianos) tienen una
dimensión visible y corporal, pero como sabe cualquier lector de las cartas
paulinas, también otra invisible de origen, que hace de ella algo muy distinto
a un objeto.” Y aquí está el “quid” de la cuestión,
ciertamente, pero incluso ese “yo” burgués y un tanto transeúnte en la pintura
de esos siglos resultó arruinado por el juego supuestamente estético que como
nuevo arte apareció en los tiempos de la República de Weimar en el que todo
rostro humano y el cuerpo del hombre por entero se desfiguraron o fueron
convertidos en muñeco y garabato, poco antes por cierto de que, como avisaron
algunas voces, lo que se hacía en la pintura en seguida se haría en la propia
carne humana por parte de los laboratorios de exterminio de la vieja humanidad
para la fabricación del famoso hombre nuevo.
Y tanto es así que, para un pintor de
nuestros días, resulta absolutamente problemático representar la realidad si
es tal pretensión no aparece en la
cultura media una antigualla, y tiene que imponerse a cientos de prejuicios
estéticos o, más bien ideológicos que se sembraron en los últimos cien años, y
si no puede renunciar a pintar un yo, si pinta un retrato, tiene miedo de
producir una pintura fríamente realista, como en competencia de la fotografía,
pero un pintora de ahora mismo como Inmaculada Cuesta, sabe muy bien otra cosa: que el poder para
causar las sensaciones e impresiones que los juegos de líneas formas y colores
y la misma materia pictórica ofrecen para la representación del cuerpo y del
rostro mismo del retratado, acomodando nuestro ojo para ver un yo más
profundamente.
Pero
no
a otra cosa obedece la técnica de esta pintura biográfica de Inmaculada Cuesta,
que por cierto no es una pintura de pincel sobre tela o cartón, sino una
pintura de impregnación sobre dibujo propio naturalmente, que permite una gran
libertad al artista, pero al que también Obliga a estar con el yo que pinta
mucho más tiempo, y crea muy eficazmente nuestro mirar para la grave figura del
retrato de Edith Stein, o el tan lleno de luz de primavera y juventud como en el retrato de Lisette para no hablar
más que de estas dos pinturas como muestras de todas ellas, sin callar, sin embargo, que en ellas tiene
una prevalencia azul o un verde, y la escala del azul que va desde el azul del
mar al zarco, y el verde que recuerda tanto la gravedad como
la alegría, por ejemplo en Chagall, y entonces ahí es donde nos encontramos con
el yo retratado, y entonces nos acompañamos.
José JIMÉNEZ LOZANO
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